El desayuno del día de Navidad
Día siguiente
Café, restos y tiempo que se estira sin prisa
No es un desayuno como los demás. Tampoco intenta serlo. El del 25 de diciembre llega sin horario fijo, sin hambre clara y sin demasiadas expectativas. A veces aparece tarde; otras, directamente no aparece. Y, aun así, cumple su función.
Una mañana sin prisa
La mañana empieza despacio. Más despacio de lo habitual. El cuerpo sigue en ayer y la cabeza todavía no ha decidido si hoy es fiesta o simplemente un paréntesis largo antes de volver a sentarse a la mesa. No hay prisa por hacer nada concreto.
En muchas casas, el desayuno se reduce a un café largo. A veces ni eso. Alguien se levanta, mira la cocina, vuelve al salón. Otro abre una caja de dulces que quedó a medias la noche anterior -polvorones, turrón blando, algún bombón suelto- y la cierra sin coger nada. No es falta de ganas, es que todavía no toca.
Cuando el desayuno no sigue ninguna norma
El desayuno del 25 no responde a una rutina. Responde al cansancio acumulado, a la comida de anoche, a la certeza de que dentro de unas horas volverá a haber una mesa puesta. Por eso no necesita estructura ni orden. Puede ser algo pequeño o puede no ser nada.
Hay quien desayuna tarde, casi rozando la hora del aperitivo. Hay quien enlaza directamente con los vinos de antes de comer, sin pasar por ningún otro ritual intermedio. Y también hay quien se levanta con hambre de verdad y se va directo a por unos churros recién hechos, como si el cuerpo pidiera empezar fuerte.
También quien pica algo sin darse cuenta, de pie, una croqueta que quedó de la cena, un canapé suelto, mientras habla de lo que pasó ayer o de lo que haremos hoy. Todo entra dentro de lo normal.
Un momento que no pide nada
Ese es el rasgo más reconocible del desayuno del día de Navidad: no exige nada. No pide equilibrio, ni energía, ni empezar bien el día. No tiene la carga simbólica del resto de comidas de estas fechas. Es un momento blando, prescindible, que se adapta a cada casa sin imponer reglas.
Tampoco se parece al desayuno del resto del año. No hay urgencia por activarse ni por aprovechar la mañana. El día ya está marcado de antemano y nadie espera demasiado de esas primeras horas.
Más transición que comida
En el fondo, el desayuno del 25 funciona más como una transición que como una comida. Sirve para ir despertándose sin sobresaltos, para estirar el tiempo entre una celebración y la siguiente, para comprobar cómo está el cuerpo antes de volver a sentarse a la mesa.
Por eso no importa si no hay desayuno propiamente dicho. No importa si se sustituye por un café, por un vaso de agua o por nada en absoluto. Ese día, no desayunar también es una forma válida de empezar la mañana.
Lo que queda cuando no pasa nada
Entre medias, la mañana se va llenando de pequeñas decisiones que no parecen importantes: si poner la mesa o no, si recoger algo ahora o dejarlo para luego, si merece la pena salir a dar un paseo antes de comer. Nada es urgente. El día se estira sin resistencia, como si aún no hubiera empezado del todo.
Quizá por eso es uno de los pocos momentos de la Navidad que pasan sin hacerse notar. No se planifica, no se recuerda especialmente y casi nunca se menciona. Pero cuando se piensa en él, resulta extrañamente familiar.
El desayuno del 25 no quiere protagonismo. Solo ocupa el espacio justo entre lo que ya ha pasado y lo que está por venir. Y con eso, le basta.